martes, 2 de febrero de 2010

ALQUIMIA ESPIRITUAL - en you tube -

CAPITULO VI



Cuando exponemos al aire un pedazo de hierro, el oxigeno lo oxida y acaba pordesintegrarlo. A este proceso se le llama comúnmente oxidación. La sangre se pone en contacto con el aire cada vez que pasa por los pulmones, y de la propia suerte que el imán atrae a una aguja, así se combina él oxigeno del aire inspirado con el hierro de la sangre. Se efectúa un proceso de combustión, análogo al proceso de oxidación que observamos en la pieza de hierro expuesta al aire.
El éter contenido en una densa fibra de madera quemada en el horno, pasa a través de las paredes de hierro en forma de medio invisibles ondas calóricas que vibran a diferente velocidad, según el grado de calor del horno. Así la espiritual vibración engendrada por la combinación del oxigeno y del hierro en nuestro cuerpo físico pasa a través de nuestros vehículos y los colora de conformidad con su tónica vibratoria. Las vibraciones bajas dan color rojo, las intermedias amarillo y las altas azul. La experiencia enseña que pueden colocarse en un horno materias combustibles con todas las propiedades necesarias a la combustión, pero que no arden hasta que se les prende fuego. Quienes han estudiado las leyes de la combustión saben que una forzada corriente de aire entraña gran cantidad de oxigeno, necesario para obtener calor del combustible que contiene mucho mineral. La razón de este fenómeno consiste en que como mineral se halla en la inferior etapa de evolución vibra mucho más lentamente que el vegetal, animal o el hombre y, por lo tanto se necesita muy vigoroso esfuerzo para levantar sus vibraciones hasta grado suficiente, para que la combustión deje en libertad su esencia espiritual. El oxigeno acelera el proceso. Si a un combustible vegetal se le aplicara la misma cantidad de oxigeno que al mineral, el calor engendrado amenazaría destruir el horno, porque el vegetal vibra por naturaleza en tónica superior al mineral.
Análogo proceso se efectúa en el interior del cuerpo, templo de espíritu. Este es la llama que enciende el fuego interno y genera el producto espiritual que irradia de todos los seres de sangre caliente como irradia el calor de una estufa (1). Las radiantes líneas de fuerzas que invisibles al ojo físico emanan de nuestros cuerpos densos, constituyen nuestra aura, según ya dijimos, y aunque la coloración del aura es distinta en cada individuo, hay en ella un matiz fundamental que denota el grado de evolución del individuo. En las razas inferiores este matiz fundamental es de un rojo semejante al de un fuego lento, y es indicio de la índole emotiva y pasional.
(1) Los seres de sangre fría se hallan tan bajos en la escala de la evolución, que todavía no tienen vida en su interior sino que el alma grupal actúa en ellos desde fuera y genera las corrientes vitales que animan a dichos seres y pasan a su interior para sustentar la naciente vida hasta que sean capaces de enviar corrientes propias al exterior.
Cuando observamos a individuos que se hallan en más altos peldaños de la escala de evolución, vemos que el matiz fundamental de su aura es el anaranjado, o sea, el rojo de la pasión mezclado con el amarillo del intelecto.
Pero poco a poco, por virtud de la consciente e inconsciente alquimia espiritual que van efectuando, según recorrían el sendero del progreso, y por la experimentales lecciones aprendidas en la escuela de la vida que les enseñan a sujetar sus emociones al dominio de la mente, por emanciparse de la esclavitud de marcianos espíritus luciferarios y del belicoso Jehová, cuyos colores son escarlata y rojo. También se irá desvaneciendo el matiz rojo del aura si consciente o inconscientemente se identifican con el unificador y altruista espíritu de Cristo, cuyas vibraciones producen un color amarillo.
El áureo nimbo con que los artistas dotados de visión espiritual aureolaban la cabeza de los santos, es la representación física de una promesa espiritual que ha de tener cumplimiento en todos los seres humanos, aunque hasta ahora sólo se haya realizado en los que llamamos santos.
Tras batallar durante muchas vidas contra sus pasiones, tras perseverante paciencia en las buenas obras, en las nobles aspiraciones y la firme constancia en los elevados propósitos llegaron los hoy santos a trascender el rayo rojo y están completamente embebidos en las vibraciones del áureo rayo de Cristo.
Según dejamos insinuado, los pintores medievales dotados de visión espiritual representaron en sus cuadros la citada trasmutación rodeando la cabeza de las figuras de los santos de una dorada aureola, como emblema de que ya se habían emancipado del poder de los luciferarios espíritus de Martes o ángeles caídos así como del de Jehová y sus ángeles que pertenecen a una anterior etapa de evolución y son los guardianes de las religiones de raza y nacionalidad.
Los espíritus luciferarios hallan su expresión en el hierro de nuestra sangre. El hierro es un metal marciano, tan difícil de poner en alta vibración, que se necesita el penoso esfuerzo de muchas vidas para que el producto de su combustión tome el áureo color peculiar del santo. Una vez esto conseguido, se ha consumado el magno proceso de la alquimia o sea trasmutar el bajo metal y convertir las escorias de la tierra en maravillosa aleación del mar de bronce. Entonces sólo falta quitar los tapones para que el chorro fluya.
El natural color de oro es el rayo de Cristo que halla su química expresión en el solar elemento llamado oxigeno, y según adelantamos por el sendero de evolución hacia la fraternidad universal, todos los hombres, incluso quienes no profesan religión determinada, tendrán en sus auras un matiz dorado debido a los impulsos del superlativo altruismo propios de Occidente.
Esto es lo que da Pablo a entender al decir: “Cristo se ha de formar en vosotros”, porque cuando hemos aprendido a mezclar la aleación por medio de vidas espirituales y vibraciones en armonía con Cristo, somos entonces semejantes a Cristo y estamos dispuestos a destapar los crisoles y verter en ellos el mar de bronce. Cristo fue libertado en la cruz por medio de centros espirituales situados en donde se dice que se clavaron los clavos, y en alguna otra parte. Quien haya preparado el mar de bronce recibirá también instrucciones de su Maestro sobre el modo de quitar los tapones y remontarse a las superiores esferas, o como dice la expresión masónica: viajar por países extranjeros. Esto concuerda con la admonición de Cristo, cuando dice que para llegar a ser su discípulo es preciso abandonar padre y madre: Esta es una de las más enigmáticas frases de Evangelio
y generalmente mal interpretada, porque se supone referida al padre y a la madre del individuo en la presente vida física, siendo así que significa algo muy diferente desde el esotérico punto de vista.
Para comprender bien la idea, recordaremos una vez más que los espíritus luciferarios introdujeron el hierro en el organismo humano y posibilitaron con ello la encarnación del Ego; pero la continua oxidación de la sangre acaba por inutilizar el cuerpo para la morada y sobreviene la muerte. Por lo tanto, aunque los espíritus de Lucifer nos ayudan en el cuerpo, también son los ángeles de la muerte, a la cual está sujeta la progenie de Samael y Eva, así como la de Adán y Eva, porque todos son de carne.
El sol es el centro de vida y gobierna el vivificante gas llamado oxigeno que se combina con el marciano hierro. Por lo tanto, Cristo, el Señor el Sol, es también el Señor de la Vida; y cuando por espiritual alquimia llegamos a ser como El, alcanzamos la inmortalidad, abandonando de esta suerte a nuestro padre Samael y a nuestra madre Eva, de modo que la muerte ya no tiene dominio sobre nosotros.
No significa esto que no hayan de morir los cuerpos de quienes alcancen la inmortalidad, sino que dominan por completo el cuerpo de que se revisten y  pueden usarlo durante siglos, hasta que les conviene tomar otro. Entonces, por el mismo proceso de alquimia espiritual son capaces de formarse un cuerpo adulto y desprenderse del ya viejo y gastado.
Acaso pregunte el lector que cómo puede un iniciado formarse un nuevo cuerpo adulto antes de desechar el viejo. La respuesta a esta pregunta requiere el conocimiento de la ley de asimilación, y conviene decir en primer término que no será capaz de formarse este nuevo cuerpo el novato en la percepción del espiritual y en el uso del ama-cuerpo, pues ello exige un mucho más vasto conocimiento espiritual, y sólo son capaces de realizarlo quienes están efectivamente muy altos en la escala de evolución. Sin embargo, el procedimiento es el siguiente: Cuando tanto el adepto como el profano ingieren alimento corporal, la Ley de Asimilación requiere que primeramente subyugue cada partícula y la identifique consigo mismo; ha de dominar y vencer cada célula viva antes de que formen parte del cuerpo. Una vez esto logrado, la célula permanecerá identificada con él más o menos tiempo, según su constitución y el grado evolutivo de la vida residente en la célula. Si está constituida por tejido que haya formado parte de un cuerpo animal y haya vibrado a impulsos de deseo, la vida en ella residente estará más evolucionada y, por lo tanto, no tardará en reaccionar sobre sí misma y eliminarse del cuerpo que temporáneamente haya estado asimilada. De aquí que los que se alimentan de carne hayan de renovar a menudo su provisión, y tales manjares son inadecuados para construir un cuerpo que ha de esperar algún tiempo antes de que un adepto se posesione de él.
Los alimentos vegetales, compuestos de verduras, frutas y semillas, sobre todo maduras y frescas, están interpenetrados por el éter constituyente del cuerpo vital de la planta. Son estos manjares de mucho más fácil asimilación y las células tardan más tiempo en reafirmar su vida. Por lo tanto, el adepto que desea disponer de un nuevo cuerpo antes de desechar el viejo, lo construye con manjares de verduras, frutas y semillas, asimiladas al cuerpo que él usa diariamente y en el cual quedan sujetas a su voluntad como parte de sí mismo. El alma-cuerpo de un tal individuo es naturalmente muy amplio y poderoso. El separa una parte con la que construye un molde o matriz en donde ir agregando cada día las partículas físicas sobrantes de la nutrición del cuerpo en uso. Así es que luego de acumulada de esta suerte suficiente cantidad de material, puede también extraer del cuerpo
que usa, partículas para agregarlas al nuevo cuerpo. Así va poco a poco el adepto transmutando un cuerpo en otro, y cuando llegue al punto en que sea notoria la extenuación del cuerpo viejo, tendrá ya dispuestos ponderadamente los materiales para desecharlo y asumir el nuevo. Pero esto no lo hace el adepto con el propósito de seguir viviendo en el mismo lugar. Puede el adepto en virtud de su profundo conocimiento usar el mismo cuerpo durante muchos siglos, de modo que parezca siempre joven, pues no lo estropean ni desgarran las pasiones, emociones y deseos, como sucede en la generalidad de los mortales. Pero me parece que cuando el adepto se construye un nuevo cuerpo, es con el propósito de ir a trabajar a otro sitio. Por esto se ha dicho que adeptos como Cagliostro, el conde de San Germán y otros, aparecían en determinada población, realizaban una importante labor, y enseguida desaparecían. Nadie sabía de donde llegaban ni adonde se iban; pero todos cuantos los conocían estaban contestes en atestiguar sus relevantes cualidades, ya para censúralas o para aplaudirlas.
La transición del adepto de los dominios de la muerte al reino de la inmortalidad estaba simbolizada por el audaz salto de Hiram Abiff, el Gran Maestre de los operarios del Templo de Salomón, al precipitarse en el hirviente mar de metal fundido, y en su paso por las nueve arcadas de la corteza terrestre, las cuales forman el bautismo de Jesús y el subsiguiente descenso del Gólgota a la subterránea región donde el cuerpo vital se mantiene todavía en espera del día en que definitivamente salga el espíritu de Cristo a su segundo advenimiento.
Vamos ahora a seguir a Hiram Abiff por el camino de iniciación, para ver qué cuerpo asumirá cuando aparezca Jesús en la tierra, y como y cuando recibió la nueva iniciación.

del libro "La Masonería y el Catolicismo" y "Cartas Rosacruces", de Max Heindel


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